Hace tiempo, salí con mi familia a un pueblo muy cerca de nuestra ciudad para comer y pasar una agradable tarde de domingo. A un costado del restaurante había un pequeño circuito para montar a caballo. Mi hijo todavía no cumplía el año y sería su primera vez en presencia de estos bellos animales. Con mucho cuidado nos subimos y disfrutamos del recorrido. De pronto reflexioné: Aquí tenemos a un mamífero con una fortaleza y musculatura impresionante, con la capacidad de pegar un brinco y lanzarnos hacia el suelo. La patada de un caballo es tan potente que puede ser mortal, y aquí estamos sobre su lomo, disfrutando de un paseo.
Esta es la mansedumbre. Lejos de ser una manifestación de debilidad, consiste en el ejercicio del poder bajo control. Jesús enseñó en el «Sermón del monte» que es a través de la mansedumbre que se recibe la tierra por heredad (Mateo 5:5). El mundo piensa todo lo contrario; las guerras, la violencia y el abuso de poder son una evidencia de que el hombre lejos de Dios busca conquistar sin importar el efecto que sus acciones impetuosas puedan tener para con los demás. El autor Donald A. Carson lo describe de la siguiente manera: «La mansedumbre es el deseo controlado de hacer que los intereses de los demás pasen por delante de los nuestros».
¿Qué desata el impulso desmedido de nuestra fuerza que termina en el atropello de aquellos a nuestro alrededor? ¡Nuestra propia naturaleza! Si he sufrido una injusticia o me han hecho algún daño, desde mis entrañas brota el deseo de ejercer la fuerza o el derecho para no perder beneficio alguno. Es por esto que Gálatas 5 enseña que la mansedumbre es un «fruto del Espíritu». En otras palabras, es (o debería ser) uno de los sellos característicos de los hombres y mujeres de fe.
No hay manera de que la mansedumbre sea manifiesta en un entorno libre de hostilidad. Piensa en Moisés, que en Números 12:3 es descrito como el hombre más manso sobre la tierra. Él se negó a defenderse y estuvo dispuesto a poner primero las necesidades de un pueblo que constantemente murmuraba y se quejaba en su contra. Y he aquí, tenemos el ejemplo más contundente de todos: ¡nuestro Señor Jesucristo! Él dijo: «… aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas». Nadie padeció mayores vituperios e injusticias que Jesús. Incluso teniendo la capacidad de destruir a sus adversarios, eligió el camino de la mansedumbre, la misericordia, el perdón y el amor. En la cruz puso nuestra necesidad por encima de su bienestar. «Cuando proferían insultos contra él, no replicaba con insultos; cuando padecía, no amenazaba, sino que se entregaba a aquel que juzga con justicia» (1 Pedro 2:23, NVI).
La mansedumbre será puesta en práctica cuando nuestros ojos sean abiertos a la realidad de la eternidad. El que coloca sus derechos por encima de los demás, ha hecho de la vana morada terrenal su mayor tesoro. Detrás de dicha exigencia se encuentra el anhelo de fama, poder económico, posesiones, logros, éxito, poder, influencia, entre otras cosas que provienen de una visión egocéntrica. Por lo contrario, aquel que pone las necesidades de los demás por encima de las suyas, lo hace entendiendo que Dios le ha reservado un depósito en los cielos que nadie le podrá quitar.
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