Muchas veces en la vida nos enfrentamos con pecados que no hemos conquistado, o con errores que seguimos cometiendo después de mucho tiempo, y comenzamos a ver en nosotros cosas que nos gustaría eliminar, lo que nos creemos incapaces de hacer por nuestra cuenta. Llegamos a sentirnos derrotados y recordamos cuánto le hemos fallado a Dios, tanto, que nos da temor acercarnos a él. Claro está que esto no ayuda a resolver el problema.
Dios de oportunidades
Uno de los personajes de la Biblia que me recuerda esta etapa en la que a veces nos encontramos es Sansón. Pareciera ser que simplemente no entendía la lección, puesto que a pesar de saber que Dalila contaba sus secretos a los filisteos cuando él se los terminaba confesando, decidió decirle la verdad y abrirle su corazón para declararle qué era aquello que le daba tanta fuerza: su cabello. Esto lo llevo a perder dicha fuerza, pues había desobedecido en cuidar aquel regalo que venía de parte de Dios, y se había visto envuelto con mujeres que no eran de su pueblo y que tenían otras costumbres muy distintas a las suyas, opuestas a lo que el Señor quería hacer con su vida.
Al pensar en Sansón me doy cuenta que quizás si hubiera tomado otras decisiones, su vida hubiera acabado muy diferente a como terminó. Sin embargo, al ver el final de su historia, no pienso en esas derrotas, sino en la misericordia que Dios tuvo para con él, la cual le permitió arrepentirse, buscar al Señor una vez más y vencer a los filisteos. Lo mismo pasa en nuestra vida. Hay tantas y tantas derrotas que pudiéramos enumerar, las cuales hemos ido recopilado poco a poco gracias a nuestro pecado, a nuestra carne, a nuestra pereza, a nuestras malas decisiones, etc., sin embargo, Dios siempre resplandece en medio de ello y no deja su obra inconclusa.
Más que vencedores
Hace poco falleció un familiar de un amigo cercano. Él platicaba cómo al enterarse, le pesó mucho saber que este familiar al morir tenía aún muchas áreas en su vida por conquistar, y hablaba sobre cómo le hubiera gustado que su familia entera pudiera haberlas visto conquistadas como un testimonio, antes de que tuviera que partir con el Señor. Algunas de estas áreas eran cuestiones fuertes como adicciones, algo que hubiera requerido mucho esfuerzo, trabajo e incluso revelación del Señor para llevar adelante.
Un par de días después, este amigo contó esto de una manera distinta, hablando sobre cómo el hecho de que su familiar hubiera fallecido sin haber conquistado esas áreas aún era una muestra de la misericordia de Dios, puesto que aunque él vivió con esos errores, su familia podía estar segura que la salvación que él había recibido en Cristo—y el hecho de que ésta le permitiera en este momento estar en el cielo con él— era la verdadera victoria que necesitaba. Y este hecho recordó a su familia que la salvación no la obtenemos por nada que hagamos, sino que podemos estar tranquilos de que el Señor es quien la ha ganado por nosotros.
Esto me recordó un ejemplo que escuché un domingo desde el púlpito El pastor comentó que cuando un luchador va a una competencia, enfrenta a su oponente y gana, se lleva el cheque del primer premio y eso lo hace vencedor. Sin embargo, cuando llega a su casa y le entrega ese cheque a su esposa para que pueda comprar las cosas necesarias para el hogar, eso la hace a ella más que vencedora, puesto que está cosechando los frutos de algo por lo que no tuvo que trabajar. Esa es la gracia que hemos recibido, que no tuvimos que pagar por nuestro pecado, sino que se nos pide solamente creer que el Señor lo ha hecho por nosotros. Esto es ser más que vencedores.
El libro de Apocalipsis, cuando describe a aquellos que han vencido, afirma que esto ha sido solo por medio de la sangre del Cordero. «Y ellos le han vencido por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos, y menospreciaron sus vidas hasta la muerte» (Apocalipsis 12:11). Así que, cada vez que creas que no eres suficiente, que quieres rendirte, que no eres lo suficientemente bueno o paciente para seguir adelante y ganar la batalla, recuerda que el Señor ya lo ha hecho por ti y que es en su misericordia que podemos seguir peleando la buena batalla cada día, no por nuestros méritos, sino por su gracia.
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