¿Corrupto yo?
Henry Kissinger dijo: «No todos el sistema político es corrupto, solo un 90% lo es». Una de las cosas más agobiantes es ver los titulares de los noticieros y enterarnos de que aquellos que elegimos con nuestro voto, roban el dinero suficiente para mitigar considerablemente la pobreza extrema en sus regiones o países.
Nuestra mente no logra comprender por qué existen personas como estas, ¿por qué son tan malos?, ¿no les importan las personas que puedan afectar? Pero la respuesta está más cercana de lo que pensamos, en nuestra propia casa, porque nosotros mismos nos comportamos como ellos.
Somos iguales
Corrupción es aprovechar los privilegios que nos da una función o posición para obtener beneficios personales, sin importar que se viole alguna ley o regla con tal de sacar provecho. Cuando actuamos así, pensamos que es diferente porque no manejamos el poder o los recursos a los que se tiene acceso en el servicio público, pero nuestra justificación la convierte en un permiso para que otros lo hagan.
Cuando cruzamos un semáforo en rojo no pensamos que lo somos, pero hemos transgredido una ley para obtener un beneficio. ¿Con qué autoridad podemos entonces exigirles a otros que no sean corruptos?
Somos iguales a ellos cuando nos colamos en una fila y tomamos un turno que no nos pertenece, cuando cobramos de más, cuando robamos la señal de internet o de televisión por cable, cuando andamos en moto sin usar el casco, cuando le ofrecemos dinero a un policía para que no nos multe, y muchas situaciones más que nos incluyen dentro de ese 90% del que habló Kissinger. La corrupción no se trata de dimensión sino de intención.
¿Qué haría Jesús?
A menos que sea un sociópata, un funcionario público no robaría dinero por hacer daño a la sociedad, esta es una consecuencia de sus actos, que por sacar provecho personal termina afectado a toda una nación, así como sucede cuando hay un accidente por cruzar el semáforo en rojo, alguien pierde una cita médica porque no somos capaces de esperar nuestro turno o cuando una pequeña mentira se convierte en un gran problema que destruye a una familia.
Queremos que las cosas cambien, pero esto no será posible si no cambiamos nosotros primero, nuestra conducta repetitiva deja al descubierto la necesidad de ventaja frente a los demás, olvidándonos que nuestra misión debe ser servir, amar y obedecer.
«No le hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti», seguro hemos escuchado esto cientos de veces, pero siempre debemos preguntarnos: «¿Esto lo haría Jesús?» Si la respuesta es «no», entonces no lo hagamos, tal vez perderemos algo, pero ganaremos el respeto, y seremos parte de los pocos que buscan hacer la diferencia a través de la acción más revolucionaria de todas, el ejemplo.
Estas palabras no son exageradas, el mundo está cada vez más perdido por personas que se dan «permiso» para quebrantar la ley y romper las reglas. Si hacemos lo correcto siempre sin importar quién nos vea y en dónde estemos, la generación que nos sigue verá una manera diferente de hacer las cosas, en la que ellos no serán ni víctimas ni victimarios. Se trata solamente de esperar el turno.
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