Hablar de evangelismo es hablar de una tarea difícil para una gran cantidad de creyentes. Muchos pastores optan inclusive por no tratar el tema en sus congregaciones. ¿Para qué hablar de algo que, a fin de cuentas, las personas no aplican? Otros buscan desesperadamente apoyo externo para tratar de avivar la llama misionera en sus iglesias. «Invitemos a un evangelista a impartir un taller», mencionó uno de los líderes en una junta. «Mejor a un misionero a platicar su testimonio,» replicó otro. Anhelamos ver a una iglesia activa en compartir su fe, sin embargo, consideramos la labor tan enorme que simplemente no logramos un impacto significativo.
¿Y si es un problema de apreciación?
Tal vez nuestro error ha sido insistir en el «deber» sin apelar al «privilegio» que esto representa. Es cierto que el evangelismo es un mandato; así lo expresa Jesús en Mateo 28:19 (NVI): «Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Pero al mismo tiempo, el ser colaboradores de Jesús en la proclamación de su evangelio es un honor y una bendición.
El amor lo cambia todo
El amor hace que el mismo escenario cambie por completo. Piensa un momento en este ejemplo: Se te pide que muevas cien bultos de cemento de un lado a otro. ¿Cuál sería tu apreciación de esta tarea? ¡Es una carga pesadísima! Seguramente amanecerías con un terrible dolor de espalda. Pero si te dicen: «Carga y mueve esos mismos bultos de cemento para construir un hogar para tu familia», ¡sin dudar lo haríamos gozosos y dispuestos, y lo consideraríamos un privilegio! El amor lo cambia todo. Apelemos no solo al deber, sino al amor por Jesús y por los demás, que nos mueve a compartir el evangelio, a pesar de que esto implique sacrificar tiempo, comodidad, esfuerzo y hasta recursos.
Veremos el evangelismo como un privilegio cuando tengamos el deseo profundo de agradar el corazón de Dios. Veremos el evangelismo como un privilegio cuando nuestro corazón se inunde de compasión por las personas que se pierden. ¡Que privilegio poder servir a Dios para que la eternidad de otros cambie para siempre!
Cierro con una exhortación del apóstol Pablo, quien sabía de primera mano el privilegio que era haber sido salvado y luego conferido con el honor de invertir su vida entera por causa de Cristo: «Por lo tanto, mis queridos hermanos, manténganse firmes e inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que su trabajo en el Señor no es en vano» (1 Corintios 15:58, NVI).
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