Eran las semifinales de la carrera de 400 metros en las olimpiadas de Barcelona, en 1992, y el británico Derek Redmond era el favorito para ganar la medalla de oro. Un atleta como él se prepara toda su vida para ese momento. Él se encontraba en la cúspide del deporte. Para llegar ahí, uno debe de pasar por años de sacrificio, disciplina y constancia, (al mismo Redmond le costó recuperarse de cinco cirugías en el tendón de Aquiles). La carrera comenzó y Redmond iba a un extraordinario ritmo, pero a 175 metros de la meta se desplomó en el piso con gran dolor debido a una lesión. Cuando todos se lamentaban por el triste acontecimiento, sucedió algo memorable. El atleta se levantó del suelo y comenzó a avanzar rumbo a la meta con mucho dolor y dificultad. De pronto, su padre, conmovido, saltó de entre las gradas y tomando a su hijo sobre su hombro lo llevó hasta la meta. Si bien no ganó la medalla de oro, este suceso pasó a la historia como uno de los acontecimientos más memorables del deporte.
Llamados a alcanzar la meta
Así como Redmond, nosotros también estamos en una carrera, la carrera de la fe. El apóstol Pablo le dijo a los filipenses: «prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Filipenses 3:14 RVR1960). Somos llamados a perseverar, a avanzar hacia la meta. Tomando en cuenta esta analogía, es importante que aclaremos que «la perseverancia» significa aferrarse a la fe en Cristo a pesar de las dificultades.
Miembros los unos de los otros
Algo que podemos aprender de la historia de Derek Redmond y su padre, es que la perseverancia es una labor en comunidad. No estamos ajenos a enfrentar «lesiones», es decir, obstáculos, desánimo o pensamientos de derrota en nuestro caminar en el Señor. Todos hemos experimentado esas «crisis de fe» en las que la duda y el temor nos quieren llevar a desistir. La Biblia nos enseña que nuestra perseverancia en el Señor no se logra de manera aislada. Al salvarnos, Dios nos hizo parte del cuerpo de Cristo, todos miembros interdependientes.
Cuando encontramos a uno de nuestros hermanos en la fe en el suelo, no nos hacemos de la vista gorda y seguimos enfocados solamente en nuestro propio bienestar. Nos detenemos, lo tomamos sobre nuestro hombro, y cueste lo que cueste, le ayudamos a perseverar para que pueda llegar hasta la meta. El mismo Pablo dijo: «Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo» (Gálatas 6:2 RVR1960).
Protegernos y edificarnos
Otro claro ejemplo lo encontramos en la carta a los Hebreos. Estos creyentes judíos estaban pasando por diversas pruebas que los hicieron titubear; estaban siendo tentados a abandonar la carrera de la fe. En medio de extraordinarios argumentos para demostrar que Jesús es la revelación definitiva de Dios y por lo tanto, el único camino a la salvación, encontramos una asombrosa instrucción: «exhortaos los unos a los otros cada día, entre tanto que se dice: Hoy; para que ninguno de vosotros se endurezca por el engaño del pecado» (Hebreos 3:13 RVR1960). ¡Así es! Todos los días tenemos la misión de apoyar, proteger y edificar a nuestros hermanos en la fe. Con la ayuda del Espíritu Santo, podemos disipar dudas, enseñar la Palabra, escuchar cuando necesitan ser escuchados, llorar con los que lloran, celebrar con los que celebran, animar a los que están convaleciendo.
Piensa un momento en las personas cercanas que Dios ha puesto en tu camino. ¿De qué manera puedes servirlos? ¿Cómo puedes animarlos? ¿Alguno de ellos está pasando pruebas o se están enfriando? Esta es una labor de todos los días, así que, ¡manos a la obra!
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