La última vez que actué dirigido por el ego me fue muy mal. Mi mente era el cuadrilátero en el que dos ideas antagónicas se enfrentaban: una fuerte necesidad de contar con la dirección de Dios y el deseo de destacarme por encima de mis compañeros para que reconocieran, en voz alta, mi brillantez e inteligencia.
Mientras oraba: «Señor, dame sabiduría y palabras», también pensaba: «Necesito demostrarles cuánto me necesitan». Al final, el deseo de que mi nombre recibiera gloria silenció la voz de Dios en mí y le ganó la partida a mi esperanza de ser guiado por él; así pasé una de las mayores vergüenzas de mi vida adulta.
Pero no todo fue en vano, mi orgullo quedó pisoteado hasta lo sumo y aprendí que el ego es uno de mis peores consejeros. En algún momento llegué a pensar que debía haber reprendido al diablo por influenciarme a quitarle la gloria a Dios y llevármela yo, pero entendí que mi enemigo no estaba fuera de mí sino dentro.
Ahora me pregunto, ¿qué habría pasado si las cosas hubieran salido como yo quería?, ¿si hubiera recibido el aplauso, reconocimiento y alabanza que esperaba? Me gustaría decir que le hubiera dado la gloria a Dios, porque es lo que esperan que diga, pero honestamente no habría sido así.
Después Dios me recordó lo siguiente: «¿Quién te distingue de los demás? ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y, si lo recibiste, ¿por qué presumes como si no te lo hubieran dado?», 1 Corintios 4:7. Si en esa situación hubiera recibido la admiración que deseaba, habría presumido de mis grandes ideas, talento y elocuencia, pero aun si hubiera demostrado esas habilidades, éstas no habrían sido siempre mías sino que habrían sido dadas por él.
Si hay algo que requiere humildad es recibir un regalo. Nos da pena que nos bendigan, nos da vergüenza que alguien, que no está obligado a hacerlo, nos dé algo. Nuestro ego debe ser reducido para ser agradecidos y disfrutar lo que otros han decidido darnos y que antes no teníamos. Pasa lo mismo con Dios, si no tenemos nada que él no nos haya dado, ¿qué sentido tiene presumir de cualquier cosa que alcancemos o tengamos?
Para cada situación, un versículo; el dominio del ego no es la excepción: 1 Pedro 5:6 dice: «Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él los exalte a su debido tiempo».
Entonces, el antídoto contra el deseo de enaltecernos a nosotros mismos es la humillación. Es la mejor manera y la más segura de ganar la batalla contra ese enemigo interior llamado ego. Si lo hacemos, Dios promete exaltarnos, pero no cuando a nosotros nos parezca, sino cuando él considere que estamos listos para recibir reconocimiento sin que se nos olvide que no es nuestro sino de él, que no es un regalo de hombres, sino que es Dios mismo quien nos enaltece.
Para derribar nuestro ego, el secreto es pasar más tiempo humillados delante de Dios que tratando de promovernos. El ego arruina nuestra vida porque nos impide escuchar la voz del Espíritu Santo. Entonces quedamos a merced de lo que podemos hacer por nuestra cuenta.
Vivir humillados requiere que, en cada cosa que hagamos, reconozcamos que necesitamos su dirección, pero también, que aceptemos que dentro de nosotros está el deseo es sobresalir por encima de los demás e incluso, por encima de Dios; sí, así de terrible como suena, pero es mucho peor ocultarlo y no aceptarlo delante del que todo lo sabe.
Humillarnos también es recibir todo con gratitud y reconocer que, como lo dice la Biblia, todo nos ha sido dado, es un regalo.
La vergüenza que mi ego me hizo pasar me hizo más humilde. Soy más consciente de que mi batalla no es solo contra el que está afuera, sino que a veces se halla dentro. Entonces, como un sabueso bien entrenado, reconozco su aroma a egoísmo (que no es nada agradable para Dios) y prefiero andar con cautela sabiendo que mi deseo de reconocimiento está ahí pero no puedo alimentarlo.
El ego no arruinó mi vida, solo una parte de mi día, que al final, me dejó muchas enseñanzas. No morí por la vergüenza, sobreviví a la pena y me perdoné por mi falta de humildad, la cual ejército todos los días cuando entiendo que el lugar más alto al que puedo llegar es estar humillado bajo la mano poderosa de Dios y que todo lo que logre no es más que un regalo que viene de la misma mano que me cubre.
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