Hace poco tuve un evento importante en mi trabajo. Una noche antes no podía dormir de pensar en el momento esperado. Pasé horas y horas en la cama, creando en mi mente posibles escenarios de cómo sería el día siguiente, en momentos por emoción y en momentos por temor. No importaba que al día siguiente necesitaría todas mis fuerzas para enfrentar la jornada, mi mente no entendía eso y quería seguir pensando y pensando.
Ese día recordé cuántas otras veces en mi vida no habré vivido justo eso. Desde mis memorias más tempranas recuerdo momentos que me han causado ese mismo sentimiento nocturno. El primer día de escuela, el día de graduación, inclusive mi boda y muchos otros eventos a lo largo de mi vida. No importa cuántas veces me ha pasado, siempre vuelve a estar presente esa adrenalina previa a un momento importante. ¿Te ha pasado alguna vez? O quizás muchas veces como a mí.
La reacción a un día esperado
La Biblia también está llena de momentos así, emocionantes, inciertos y complejos, que llevaron a sus protagonistas al insomnio y a la previa preparación. Principalmente se me viene a la mente Jesús en Getsemaní, orando toda la madrugada para pedir fuerza al Padre. Inclusive para que de ser posible pasara de él esa copa.
También pienso en Ester. Antes de presentarse ante el rey pidió a sus amigos y familia —a su pueblo— que oraran y ayunaran para que ella pudiera prepararse para ese momento. No imagino cómo se habrá sentido una noche antes de presentarse ante su rey.
Nosotros también aspiramos a un día especial. De hecho, uno que ha sido esperado por todos aquellos que creen en el Señor desde hace alrededor de dos mil años. Los discípulos de Jesús se prepararon para su venida anunciando el Evangelio a todos los judíos y gentiles. Muchas veces fueron amenazados por quienes no querían que fuera predicada aquella palabra que aparentemente iba en contra del statu quo. Pero los discípulos respondían que debían hacer aquello por lo cual fueron llamados por el Padre, no lo que era impuesto por el hombre (Hechos 5:29-32).
La emoción y anhelo que ellos sentían por ver a Jesús, su amado maestro, a quien habían conocido íntimamente, sobrepasaba cualquier riesgo que pudieran correr, al grado que decían sentirse felices al ser considerados dignos de sufrir por el nombre de Jesús. «Así, pues, los apóstoles salieron del Consejo, llenos de gozo por haber sido considerados dignos de sufrir afrentas por causa del Nombre. Y día tras día, en el templo y de casa en casa, no dejaban de enseñar y anunciar las buenas nuevas de que Jesús es el Mesías» (Hechos 5:41-42, NVI).
Aspiremos a nuestro día especial
Tú y yo también estaremos un día frente a Jesús y lo veremos cara a cara. La manera en que los discípulos reaccionaron a este conocimiento y la urgencia con que lo esperaban me hace pensar en cuán fervientemente tengo que esperar aquel día, así como lo hacían ellos. Me hace pensar en cuánto tengo por hacer, por predicar, por ayudar.
Le pido a Dios que me permita esperarlo con ansias, así como se espera una noche antes del día más deseado. Así como un niño que desde meses, casi un año entero antes, espera el día de su fiesta de cumpleaños y comienza a elegir personajes y sabores de pasteles. Así como un perro espera junto a la puerta ansioso la pronta llegada de su amo. Que así aguardemos a Jesús, como se aguarda el día más esperado del año.
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