¿Has visto a un niño pequeño hacer un berrinche por algo que no le sale bien pero desea hacer por sí mismo? Algunos lloran, se tiran al piso, golpean las cosas o hasta patalean en el suelo. Pareciera muy irracional su comportamiento, puesto que podrían calmarse para obtener mejores resultados o pedir ayuda. Pero la mayoría de ellos, a su corta edad, aún no tienen las herramientas suficientes para lograr eso. Inclusive muchos adultos, como niños, batallamos para pedir ayuda.
A mi hijo de dos años le pasa esto ocasionalmente. El día de ayer, por ejemplo, se frustró porque quería comer unos macarrones con su cuchara, pero al intentar llevar la cuchara llena de macarrones a la boca, la mitad se caían en el camino. Después de unas tres cucharadas en las que recibió solamente un par de macarrones, llegó a su límite. Al ofrecerle ayuda meneaba la cabeza indicando que no, pues quería lograrlo él solo. Frustrado, se paró se su silla, se arrojó al suelo y comenzó a llorar.
Muchas veces quienes somos ya grandes y supuestamente más listos, actuamos de la misma manera con Dios. No lo dejamos involucrarse en nuestra vida y en nuestras decisiones. Queremos hacerlo nosotros solos. Pero, después de que las cosas no salen como hubiéramos querido y nos echamos a llorar al suelo.
Un bebé dependiente
Cuando vemos a un bebé, es fácil reconocer su fragilidad y su dependencia respecto a sus padres. Sin embargo, cuando se trata de nosotros mismos, nos es difícil aceptar que dependemos del Señor, dejar que nos ayude a tomar decisiones o guiar nuestro camino. Tendemos a olvidar nuestra pequeñez y su grandeza.
Cuando así me sucede, la Palabra de Dios puede apuntarme a la verdad. «El Señor domina sobre todas las naciones; su gloria está sobre los cielos. ¿Quién como el Señor nuestro Dios, que tiene su trono en las alturas y se digna contemplar los cielos y la tierra?» (Salmos 113:4-6, NVI). David mismo reflexionaba sobre quién era el hombre como para que Dios se acordara de él y le tuviera misericordia (Salmos 8, RVR1960).Cuando entendemos nuestro lugar frente a Dios, nos es más fácil ser dependientes de él. Se vuelve más sencillo consultarlo para tomar decisiones, obedecerlo y tomar en cuenta su Palabra. Se vuelve también más fácil dejar de ser como esos niños frustrados porque las cosas no han salido como ellos esperaban pero que no quieren pedir ayuda.
La fe de un niño
Además de acercarnos a la Palabra de Dios para encontrar nuestro lugar frente a él, es importante hacerlo llenos de fe. En una ocasión, se aproximaron a Jesús unos hombres de parte de un centurión romano para pedirle que sanara a un siervo de su amo. El centurión le mandó decir que ni siquiera tenía que entrar a su casa, pues no se sentía digno, pero que sabía que inclusive de lejos, con una palabra de Jesús su siervo sería sano. Jesús respondió al centurión que no había visto en todo Israel una fe tan grande como la suya. El centurión reconocía no tener la capacidad o el poder para sanar a sus siervo él mismo. Ni siquiera podía gloriarse en haber contactado a Jesús, pues no se sentía digno de él. Pero conocía del gran poder y autoridad de Jesús y de su palabra (Mateo 8:5-13, NVI).
Lo más sorprendente de esta historia es que Jesús le contestó: «Todo se hará como creíste» (Mateo 8:13, NVI). Si tenemos fe en Jesús, lograremos aquello que necesitamos, él nos ayudará a alinear nuestros pensamientos y nuestros anhelos a su voluntad, de manera que en todo triunfemos.
¿Qué más podemos hacer para ser más como niños? Pero no como los que hacen berrinches cuando las cosas no salen según su parecer, sino como los que le creen a Jesús con una fe inquebrantable y se dejan moldear por sus palabras.
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