Después de su resurrección, Jesús se apareció a sus discípulos en varias ocasiones. Una de las cosas que vemos en común en las diversas apariciones es que quienes se topaban con él no lo reconocían. En Lucas 24, Jesús se apareció a dos de sus discípulos que iban camino a Emaús y dice la Palabra que «los ojos de ellos estaban velados, para que no le conociesen» (Lucas 24: 16). Sin embargo, antes de que Jesús se apareciera ante ellos, estaban hablando de él, de lo acontecido, de la crucifixión y del cuerpo del Señor, que había desaparecido. Cuando Jesús llegó y les preguntó acerca de lo que hablaban, terminaron por contarle sobre este hombre que creían el Mesías pero que había muerto. «Nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel» (Lucas 24:21).
En ocasiones, ya que no hemos recibido lo que pedimos o que las cosas que vivimos no han salido como quisiéramos, no nos damos cuenta que el Señor mismo está frente a nosotros escuchándonos y obrando sobre nuestras peticiones, en completo control de la situación. Estos hombres no podían reconocer a Jesús porque habían sido velados sus ojos, pero nosotros nos dejamos velar también a veces por ideas, pensamientos y temores que vienen del mundo, por condenación o por pecado, poniendo nuestros ojos en nuestro estado actual y no en la Palabra; así, a pesar de tener a Jesús enfrente, no podemos verlo. Lo consideramos lejos y perdemos la esperanza, así como estos hombres que veían a Jesús muerto en vez de verlo vivo, como las Escrituras decían que estaría.
Poner atención a las situaciones
En otra ocasión, algunos de los discípulos más cercanos de Jesús se toparon con él. Tampoco lo esperaban puesto que, después de que él había muerto, habían regresado a dedicarse a la pesca. A los discípulos se les había olvidado, o quizás no habían creído o caído en cuenta de lo que él mismo les había dicho, que resucitaría al tercer día. A veces nosotros también nos encontramos más llenos de nuestros propios pensamientos que de la Palabra que Dios ha hablado, por lo tanto, no distinguimos de qué manera las situaciones que tenemos frente a nosotros provienen de él.
En Juan 21, cuando Jesús se apareció a sus discípulos, entre los cuales se encontraban algunos de los doce, ellos tampoco lo reconocieron al instante. Él les preguntó que si tenían algo para comer y al contestar ellos negativamente, les indicó que echaran la red a la derecha de la barca y hallarían pesca. Lanzaron la red al mar y no podían sacarla por la gran cantidad de peces. Entonces Juan se detuvo a pensar… esta escena era extrañamente familiar, ¿dónde había visto esto antes? ¡Claro! Con Jesús, cuando éste se apareció por primera vez a Pedro y le pidió lo mismo que le estaba pidiendo de nuevo en ese momento. «Entonces aquel discípulo a quien Jesús amaba dijo a Pedro: ¡Es el Señor!» (Juan 21:7). Juan conocía muy bien al Señor y no se le podía escapar algo como esto. Así nosotros, cuando estamos cimentados en la Palabra, se nos hace mucho más fácil reconocer las cosas que vienen del Señor.
Escuchar y responder al llamado
La invitación que Jesús les hizo en ese día era muy sencilla y también muy parecida a la que hoy en día nos hace a nosotros, sus nuevos discípulos. «Venid, comed» (Juan 21:12). Lo mismo hizo con aquellos que se encontró camino a Emaús. «Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió y les dio» (Lucas 24:30). Tenía todo preparado para pasar ese tiempo con ellos.
Por un lado, Jesús amonestó a sus discípulos por su incredulidad, por no haber puesto atención a la situación y no haber creído a la palabra de los profetas que hablaban que era necesario que el Cristo padeciese, cosa que él mismo les había repetido mientras les enseñaba. Por otro lado, Jesús no dejó de invitarlos a pasar este tiempo compartiendo con él, sentados a la mesa del maestro una vez más.
Aprovechar cada oportunidad de encontrarnos con él
Una de las mejores partes de estos encuentros que Jesús tuvo con sus discípulos en diversas ocasiones tras haber resucitado fue la manera en que Pedro respondió al saber que Jesús se encontraba frente a ellos. «Simón Pedro, cuando oyó que era el Señor, se ciñó la ropa (porque se había despojado de ella), y se echó al mar» (Juan 21:7). Él nadó y corrió hasta la orilla desde donde estaba Jesús hablándoles, para encontrarse con él más cerca.
Mi deseo es que amemos tanto al Señor para propiciar encuentros con él, ahora que tenemos ese privilegio de que no sólo ha muerto por nosotros, sino que ha resucitado y nos ha dado a su Espíritu para que podamos pasar tiempos con él. Que al tener cualquier oportunidad, no lo pensemos dos veces y nos lancemos al mar como Pedro, al encuentro del Señor, para cenar con él en intimidad, como tuvieron oportunidad de hacerlo sus discípulos ese día. Que nuestros ojos puedan ser abiertos para reconocerle y amarle, y que cuando estemos con él, podamos decir lo mismo que se decían los unos a los otros, con los que Jesús había caminado y cenado camino a Emaús: «¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?» (Lucas 24:32).
Que lo conozcamos en intimidad, que reconozcamos cada momento en el que él está dispuesto a hablarnos, para que así podamos enamorarnos cada día más de él y de su Palabra y dejar que nuestros corazones ardan cada día más.
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