Recuerdo cuando mis papás, con mucho esfuerzo, nos compraban a mis hermanos y a mi ropa nueva en las vacaciones. Estaba deseoso de poder usarla y lucirla con mis amigos y familiares. Nos gusta que la gente note los cambios en nosotros. Por ejemplo, cuando mi esposa ha ido al salón de belleza, sé que a ella le gusta que le diga: «Te cortaste el cabello, ¡te ves muy bien!».
Así como los cambios físicos son notables en nosotros, el cambio espiritual debe ser aun más evidente para las personas a nuestro alrededor. Cuando nos hemos encontrado con Cristo, nuestro comportamiento, nuestra forma de hablar, de relacionarnos, incluso el brillo de nuestro rostro cambia y la gente percibe que «algo nos ha sucedido». Pablo utiliza precisamente la analogía del ropaje para enfatizar la importancia de que el cambio que el evangelio ha causado en nosotros sea evidente: «Dejen de mentirse unos a otros, ahora que se han quitado el ropaje de la vieja naturaleza con sus vicios, y se han puesto el de la nueva naturaleza, que se va renovando en conocimiento a imagen de su creador» (Colosenses 3:9-10, NVI).
Todavía recuerdo cuando, en mi primer día de trabajo, conocí a un compañero que, al igual que los demás, se caracterizaba por un comportamiento alejado de la voluntad de Dios. Uno de mis deseos era tener conversaciones con todos ellos que propiciaran el compartir el evangelio. Para mi sorpresa, este compañero me comentó que «él era cristiano», me dijo el nombre de su congregación y hasta de su pastor. Realmente llegué a estimarlo, por eso tuve la difícil conversación para comentarle lo preocupante que es la falta de frutos evidentes de un verdadero encuentro con Jesús. ¿Podemos acaso encontrarnos con Cristo y que nada cambie en nuestra vida? La falta de frutos evidentes se debe a que a veces la profesión de fe se hizo solo de manera superficial.
La fe de la iglesia de Éfeso se hizo tan evidente que su testimonio llegó a los oídos del apóstol Pablo: «Por eso yo, por mi parte, desde que me enteré de la fe que tienen en el Señor Jesús y del amor que demuestran por todos los santos, no he dejado de dar gracias por ustedes al recordarlos en mis oraciones» (Efesios 1:15-16, NVI).
Seamos la sal y la luz, llamados a reflejar a Cristo a un mundo que necesita desesperadamente un Salvador: no «…se enciende una lámpara para cubrirla con un cajón. Por el contrario, se pone en la repisa para que alumbre a todos los que están en la casa. Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben al Padre que está en el cielo» (Mateo 5:15-16, NVI).
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