Un ejercicio común en la formación actoral para desarrollar mayor seguridad es hablar frente a un espejo e identificar debilidades y fortalezas. Suena fácil, pero hacerlo es muy incómodo. Queda en evidencia la falta de autoconfianza y autoconocimiento. Lo mismo ocurre cuando analizamos nuestros pensamientos.
Al parecer, podemos cuidar nuestras conversaciones con otros o con Dios, pero despreciar nuestros diálogos internos. Pensar es un acto creativo involuntario que realizamos a diario, similar al respirar y con el mismo impacto vital en nuestras emociones y acciones.
¿Qué piensas de ti? Aunque sea incómodo contestar la pregunta, no podemos tomar esto a la ligera. «A dónde va la mente, el hombre la sigue», dice la reconocida maestra bíblica, Joyce Meyer. Necesitamos apagar el botón de automático y determinar lo que pensamos de nosotros mismos teniendo claridad acerca de quiénes somos y cuál es nuestra posición como hijos de Dios.
Basarnos en lo que hacemos mal para autocriticarnos o condenarnos nos deja en el mismo lugar de pecado y muerte que nos hace odiarnos. Así opera el autosabotaje mental que impide que el plan de Dios se para nuestra vida se realice.
En cambio ir a la cruz, donde Jesús murió por nosotros y nos entregó perdón, amor y compasión, aún sabiendo que fallaríamos, es ver todo diferente. Defectos, errores, e incluso consecuencias de decisiones equivocadas que hemos tomado, que parecen irreversibles y atentan contra nuestra autoestima, pierden terreno.
Es común alejarnos de la verdad respecto a nuestra identidad. En el intento natural de adaptarnos a nuestro entorno nos comparamos. Olvidamos que somos diseños exclusivos —aun con errores— y que dependemos de Dios para llegar a la única perfección que deberíamos buscar: ser como Jesús.
Dios decidió crearnos con amor, tal como dice Génesis 1: 27: «Así que Dios creó a los seres humanos a su propia imagen. A imagen de Dios los creó; hombre y mujer los creó». Esa es la base sobre la cual debe sostenerse la autoimagen que tenemos y las palabras con las que dialogamos internamente.
Saber que el Creador del cielo, los animales, la luz… ¡todo!, nos hizo semejantes a él, es suficiente para que nos amemos y respetemos. Todo lo que impide que tengamos una buena relación con quienes somos es lo mismo que se interpone entre Dios y nosotros. Porque a su imagen hemos sido hechos y con su sangre fuimos perdonados.
El perdón como prioridad es la manera de llevar una buena relación con nosotros mismos, nos permite recordar el lugar en donde debemos estar y quiénes somos, gracias a que Jesús pagó para darnos la perspectiva correcta.
Conocer y creer lo que Dios dice de nosotros, mejorará la conversación interna, porque, como lo dijo Jesús al centurión en Mateo 8:13 «―¡Ve! Todo se hará tal como creíste».
Pararse frente al espejo no es un problema cuando reconocemos nuestras debilidades y tenemos en Jesús nuestra mayor fortaleza. Ya no reflejamos lo que somos, ahora reflejamos a Cristo y nuestro amor propio proviene de él.
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