En la vida enfrentaremos problemas o situaciones que no hubiéramos deseado haber pasado, conflictos que nos hacen cuestionarnos qué hacemos en el lugar dónde estamos parados y nos ponen bajo el riesgo de olvidar el propósito por el que estamos trabajando. Cuando tenemos un problema frente a nosotros, lo lógico es que comencemos a observarlo, a buscar maneras de resolverlo, a darle vueltas, inclusive a orar por él, pero muchas veces, mientras buscamos solucionar lo que tenemos frente, al voltear hacia la meta de lo que nos espera eternamente, la vemos como algo muy lejano y tendemos a enfocarnos en el trabajo que queremos conseguir, en la enfermedad que deseamos superar, en la persona que debemos perdonar, etc. y buscamos resolver todo aquello sin tener presente la meta final.
Es por eso que las empresas se fijan metas a corto y a largo plazo y tienen siempre sus tratados de misión y visión pegados en todos lados, de maneras muy visibles, porque si no tienes clara la visión global, es fácil perderte en el quehacer del día a día y olvidar porqué estás ahí en primer lugar. Lo mismo pasa en nuestra vida cristiana: ¿por qué hacemos lo que hacemos? ¿por qué tomamos las decisiones que tomamos y vamos hacia donde vamos? Qué bueno es de vez en cuando sentarnos a reflexionar el lugar en el que nos encontrábamos al inicio del año, o a inicio de nuestro caminar con Cristo, y ver hasta dónde nos ha llevado ahora, reconociendo lo mucho que ha hecho en nosotros y lo tanto que nos ha llevado a crecer, siempre con la mirada puesta en el futuro glorioso que nos espera, en la meta final que hace que seamos de aquellos que no retroceden, sino que siguen en el camino para salvación.
Si tenemos la meta bien identificada y conocemos lo que ganaremos al final del camino, difícilmente retrocederemos o renunciaremos cuando las cosas se pongan difíciles, cuando un problema se presente ante nosotros, o cuando no sepamos qué hacer ante la situación que tenemos frente. Pero, por otro lado, si no estamos seguros de hacia dónde vamos, fácilmente podrá aparecer algo más en nuestro camino que aparentemente sea mejor y nos desviará fácilmente hacia otro lado.
Lo que sucede es que a veces desmayamos porque no vemos la meta cerca. A lo lejos no vemos el fin llegar, desesperamos y dudamos. Lo que olvidamos es que como todo con Dios, es cuestión de fe.«Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba. Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Hebreos 11:8-10). Lo que Abraham, Isaac y Jacob esperaban no era trasladarse a una ciudad mejor, a una casa más cómoda o a un país más grande; de ser así se hubieran decepcionado y regresado al lugar del que provenían. Pero ellos buscaban lo eterno, lo mayor, lo más grande, lo que sólo Dios podía tener preparado para ellos. «Porque los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si hubiesen estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad»(Hebreos 11:14-16). Qué increíble que para quienes buscaban algo mejor, algo eterno, la Palabra dice que Dios no se avergüenza de ellos, sino que está preparándoles una ciudad; esto por la fe de ellos.
Lo mismo habla Hebreos más adelante acerca de la fe de Moisés y de cómo prefirió lo eterno a las cosas de este mundo, pues tenía la mirada puesta en el lugar correcto. «Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía la mirada puesta en el galardón. Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque se sostuvo como viendo al Invisible»(Hebreos 11:24-27). Moisés no dejó de tener los ojos puestos en la meta, y eso lo ayudó increíblemente a tomar las decisiones correctas, buscando lo eterno y no sólo lo que le convenía en el momento, lo que le daría mayor placer o lo que tuviera más ganas de hacer.
Busquemos, pues, la ciudad que no es de este mundo, la meta celestial, el llamado eterno, para tomar cada decisión de nuestra vida de una manera correcta, que glorifique a Cristo y que nos acerque a su presencia.